abril 30, 2024

Blog do Prof. H

Adaptando conhecimento útil às necessidades da humanidade

Os Exercícios Espirituais, A Fundação da Companhia de Jesus, O Espírito da Ordem e Os privilégios da Companhia

[As abundantes citações de Edmond Paris no texto sobre jesuítas abaixo (mesmo estando em espanhol, algo que a internet resolve facilmente com tradutores online), e suas referências acessíveis, retira a desculpa do leitor negacionista (desinteressado pela Verdade?) permitindo que outros sejam sua consciência (“nihil obstat“), e aumenta a perseverança do leitor que persegue o rastro da Verdade e não se deixa levar pelas crenças e descrenças ao seu redor, e dentro de si. Hendrickson Rogers].

OS EXERCÍCIOS ESPIRITUAIS

Cuando llegó el momento de que Ignacio partiera de Manresa, él no podía prever su destino, pero la ansiedad respecto a su salvación ya no era su principal preocupación. En marzo de 1523 partió hacia la Tierra Santa, ya no como simple peregrino, sino como misionero. Después de muchas aventuras llegó a Jerusalén el 1 de septiembre, pero pronto tuvo que salir de allí por orden del provincial de los franciscanos. Éste no deseaba que un proselitismo prematuro pusiera en peligro la precaria paz entre cristianos y turcos.

El frustrado misionero pasó por Venecia, Genova y Barcelona de camino a ía Universidad de Alcalá, donde inició estudios teológicos. Fue allí también donde empezó su “cura de almas” entre los oyentes voluntarios.

“En estos conventículos, las manifestaciones más comunes de piedad entre el bello sexo eran los desmayos; así vemos con cuánta severidad aplicaba sus métodos religiosos, y por qué esa propaganda ferviente pronto despertaría la curiosidad y luego las sospechas de los inquisidores… En abril de 1527, la Inquisición puso en la prisión a Ignacio para juzgarlo por hereje. La investigación examinó esos peculiares incidentes entre sus devotos, las extrañas aseveraciones del acusado respecto al poder maravilloso que le confería su castidad, y sus raras teorías sobre la diferencia entre los pecados mortales y los veniales. Estas teorías tenían semejanzas sorprendentes con las de los casuistas jesuítas de la época subsecuente”  (H. Boehmer, profesor, Universidad de Bonn, “Les Jesuites” (París: Armand Colín, 1910), p. 20, 21 e 25).

Puesto en libertad, pero bajo prohibición para celebrar reuniones, Ignacio se dirigió a Salamanca donde pronto inició las mismas actividades. Allí, sospechas similares entre los inquisidores lo llevaron a la cárcel nuevamente. Quedó libre sólo con la condición de que abandonara tal conducta. Por tanto, viajó a París para continuar sus estudios en la Universidad de Montaigu. Sus esfuerzos para adoctrinar a los compañeros, conforme a sus métodos peculiares, le causaron problemas con la Inquisición otra vez. Entonces, actuando con más prudencia, se reunía sólo con seis de sus compañeros universitarios, dos de los cuales llegarían a ser seguidores muy apreciados: Salmerón y Laínez.

¿Qué había en este estudiante de más edad que atraía tan poderosamente a los jóvenes? Era su ideal, y algo especial que llevaba consigo: un librito. Este, a pesar de ser tan pequeño, es uno de los que han influido en el destino de la humanidad. Esta obra se ha impreso tantas veces que se desconoce el número total de copias; además, fue objeto de más de 400 comentarios. Se trata del libro texto de los jesuítas y, a la vez, el resumen del extenso desarrollo interior de su maestro: “Ejercicios Espirituales” (H. Boehmer, profesor, Universidad de Bonn, “Les Jesuites” (París: Armand Colín, 1910), p. 25, 34 e 35).

Boehmer declaró después: “Ignacio comprendió, con más claridad que cualquier otro líder previo a él, que la mejor forma de elevar a un hombre a cierto ideal es convirtiéndose en amo de su imaginación. ‘Inculcamos en él fuerzas espirituales que difícilmente podrá eliminar después’, fuerzas más perdurables que todos los principios y las doctrinas más sublimes. Estas fuerzas pueden salir a la superficie nuevamente, a veces después de años en que ni siquiera se han mencionado, y llegan a ser tan poderosas que la voluntad, incapaz de ponerles obstáculos, tiene que seguir su irresistible impulso” (H. Boehmer, profesor, Universidad de Bonn, “Les Jesuites” (París: Armand Colín, 1910), p. 25, 34 e 35).

Por tanto, el que se dedica a estos “Ejercicios”, no sólo tendrá que meditar en todas las “verdades” del dogma católico, sino que deberá vivirlas y sentirlas con la ayuda de un “director”. En otras palabras, deberá ver y revivir el misterio con la mayor intensidad posible. La sensibilidad del candidato queda impregnada con estas fuerzas, cuya persistencia en su memoria — y aun más en su subconsciente — será tan poderosa como el esfuerzo que hizo para evocarlas y asimilarlas. Además de la vista, los otros sentidos como el oído, el olfato, el gusto y el tacto desempeñarán su parte. En resumen, es simplemente una autosugestión controlada. Puede decirse que, frente al candidato, se reviven la rebelión de los ángeles, la expulsión de Adán y Eva del paraíso, el tribunal de Dios, y las escenas y fases en los evangelios acerca de la Pasión. Escenas tiernas y felices se alternan con otras más sombrías, a un ritmo diestramente arreglado. El infierno, por supuesto, ocupa el lugar prominente en ese “mágico espectáculo de luces”, con el lago de fuego al que son arrojados los que han sido condenados, con el horrendo concierto de gritos y el hedor atroz de azufre y carne quemada. Sin embargo, Cristo esta siempre presente allí, para sostener al visionario que no sabe cómo darle gracias por no haberlo lanzado ya al infierno para que pague sus pecados pasados.

Edgar Quínet escribió: “No sólo las visiones están previamente estructuradas; también están anotados ios suspiros, las inhalaciones y la respiración; las pausas y los intervalos de silencio se indican como en una partitura. Si no me cree, lo citaré: ‘La tercera forma de orar, midiendo las palabras y los períodos de silencio’. Esta manera particular de orar consiste en dejar fuera algunas palabras entre cada respiración; más adelante dice: ‘Asegúrese de mantener intervalos iguales entre cada respiración, cada sollozo y cada palabra’ (“Et paria anhelituum ac vocum interstitia observet”). Esto quiere decir que el hombre, esté inspirado o no, se convierte en una máquina que debe suspirar, sollozar, gemir, llorar, gritar o respirar en el momento exacto y en el orden que, según ha demostrado la experiencia, son los más beneficiosos” (Michelet et Giúnet,“Des Jesuites” (París; Hachette,Paulin, 1845), p. 185-187).

Resulta comprensible que después de dedicarse a estos Ejercicios intensivos durante cuatro semanas, acompañado únicamente por un director, el candidato esté listo para la instrucción y quebrantamiento subsecuentes. Al referirse al creador de ese método tan alucinante, Quinet dice: “¿Sabe qué es lo que lo distingue de todos los ascetas del pasado? El hecho de que podía observarse y analizarse lógica y fríamente en ese estado de éxtasis, mientras que para los otros aun la idea de reflexionar les era imposible.

“Imponiéndoles a sus discípulos acciones que para él eran espontáneas, con su método necesitaba sólo 30 días para quebrantar la voluntad y el razonamiento, tal como un jinete doma a su caballo. El sólo requería de 30 días, “triginta dies”, para someter un alma. Nótese que el jesuitismo se extendió junto con la Inquisición moderna: mientras que la Inquisición dislocaba el cuerpo, los Ejercicios espirituales quebrantaban los pensamientos bajo la máquina de Loyola” (Michelet et Giúnet,“Des Jesuites” (París; Hachette,Paulin, 1845), p. 185-187).

En todo caso, uno no podría examinar su vida “espiritual” con mucha profundidad, aun sin tener el honor de ser jesuíta; los métodos de Loyola deben recomendarse a los fieles y a los clérigos en particular, como nos lo recuerdan comentaristas como el R.P. Pinard de la Boullayc, autor de “Oración mental para todos”. Esta obra, inspirada por Ignacio y una ayuda valiosa para el alma, tendría —pensamos nosotros— un título más explícito si dijera “alienación” en vez de “oración”.

A FUNDAÇÃO DA COMPANHIA DE JESUS

La Sociedad de Jesús se constituyó como tal el día de la Asunción, en 1534, en la capilla de Notre Dame de Montmartre.

Ignacio tenía entonces 44 años de edad. Después de comulgar, el originador de la idea y sus compañeros prometieron que, tan pronto como finalizaran sus estudios, irían a la Tierra Santa para convertir a los infieles. Sin embargo, al año siguiente se encontraban en Roma. Allí, el papa —que con el emperador alemán y la república de Venecia organizaba una cruzada contra los turcos— les mostró que debido a ésta les sería imposible realizar su proyecto. Por tanto, Ignacio y sus compañeros se dedicaron al trabajo misionero en territorios cristianos. En Venecia su apostolado levantó una vez más las sospechas de la Inquisición. La Constitución de la Compañía de Jesús fue al fin redactada y, en 1540, Pablo III la aprobó en Roma. Los jesuitas se pusieron a la disposición del papa, prometiéndole obediencia incondicional. El campo de acción de la nueva Orden eran la enseñanza, la confesión, la predicación y las obras de caridad. No obstante, no excluían el trabajo misionero en otros países, ya que en 1541 Francisco Javier y dos compañeros partieron de Lisboa para evangelizar en el Lejano Oriente. En 1546 se inició el aspecto político de su carrera, cuando el papa escogió a Laínez y a Salmerón para que lo representaran ante el Concilio de Trento como “teólogos pontificios”.

Boehmer escribe lo siguiente: “Luego, el papa empleó a la Orden sólo en forma temporal. Pero ésta desempeñó sus funciones con tanta prontitud y celo que, ya bajo Pablo ITJ, estaba firmemente establecida en toda clase de actividades selectas y se había ganado la confianza de la Curia para siempre” (H. Boehmer, profesor, Universidad de Bonn, “Les Jesuites” (París: Armand Colín, 1910), p. 47 e 48).

Esta confianza estaba totalmente justificada. Durante las tres sesiones del concilio, que concluyó en 1562, los jesuitas —y Laínez en particular, con su devoto amigo, el cardenal Morone— se convirtieron en hábiles e incansables defensores de la autoridad pontificia y la intangibilidad del dogma. Mediante sus astutas maniobras y dialéctica, vencieron a la oposición y todas las propuestas “herejes”, incluyendo el matrimonio de los sacerdotes, la comunión con el uso de los dos elementos, el empleo del idioma local en los servicios y, en especial, la reforma del papado. En la agenda sólo se mantuvo la reforma de los conventos. Laínez mismo, con un poderoso contraataque, defendió la infalibilidad papal que el Concilio Vaticano promulgó tres siglos después (Concilio Vaticano (1870)). Gracias a las acciones firmes de los jesuítas, la Santa Sede salió fortalecida de la crisis en la que casi fue derrotada. Por tanto, los términos que Pablo III escogió para describir a esta nueva Orden, en su Bula de Autorización, se justificaban ampliamente: “Régimen Ecclesiaemilitantis”.

El espíritu de lucha continuó creciendo con el paso del tiempo, porque además de las misiones en países extranjeros, las actividades de los hijos de Loyola empezaron a enfocarse en las almas de los hombres, especialmente entre las clases gobernantes. La política es su principa! campo de acción, ya que todos los esfuerzos de estos “directores” se concentran en un objetivo: la sujeción del mundo al papado y, para lograrlo, primeramente las “cabezas” deben ser conquistadas. ¿Cómo se puede alcanzar este ideal? Con dos armas importantes: ser los confesores de los poderosos y de aquellos que están en puestos elevados, y la educación de sus hijos. De este modo, se asegura el presente mientras se prepara el futuro.

La Santa Sede pronto se dio cuenta de la fuerza que aportaría la nueva Orden. Al principio, el número de miembros se había limitado a 60, pero esta restricción se anuló de inmediato. Cuando falleció Ignacio, en 1556, sus hijos estaban trabajando entre los paganos en la India, China, lapón y el Nuevo Mundo, pero también y especialmente en Europa: Francia, Alemania del sur y occidental —donde lucharon contra la “herejía”—, España, Portugal, Italia y aun Inglaterra, introduciéndose a través de Irlanda. Su historia, llena de vicisitudes, trata de una red “romana” que constantemente tratan de extender por el mundo, cuyos nexos siempre se rompen y se restauran.

O ESPÍRITO DA ORDEM

“No olvidemos —escribe el jesuíta Rouquette— que históricamente, el ‘ultramontanismo’ ha sido la afirmación práctica del ‘universalismo’… Este universalismo necesario sería una palabra hueca si no resultara en una obediencia práctica o cohesión del cristianismo; por ello Ignacio deseaba que su equipo estuviera a disposición de! papa… y que fuera el defensor de la unidad católica, la que sólo se logra mediante una sujeción efectiva al vicario de Cristo” (RP. jesuíta Robert Rouquette, “Saint Ignace de Loyola” (París: Ed. Albín Michel, 1944), p. 44).

Los jesuítas deseaban imponer este absolutismo monárquico en la Iglesia Romana, y lo mantuvieron en la sociedad civil ya que debían ver a los soberanos como representantes temporales de) Santo Padre, la verdadera cabeza del cristianismo. Mientras los monarcas fueran totalmente dóciles a su amo común, los jesuítas eran sus más fieles partidarios. Pero si esos gobernantes se rebelaban, los jesuítas eran sus peores enemigos.

En Europa, dondequiera que los intereses de Roma requerían que la gente se sublevara contra su rey, o si los gobernantes temporales tomaban decisiones que avergonzaban a la iglesia, la Curia sabía que fuera de la Sociedad de lesús, no encontraría gente más capaz, hábil y osada para intrigas, propaganda o incluso franca rebelión (Rene Fulop-Milíer, “Les Jesuites et le secret de leur puissanee” (París: Librería Plon, 1933), p. 61).

Hemos visto, en el espíritu de los Ejercicios, que el fundador de esta Compañía estaba atrasado en su misticismo simplista, la disciplina eclesiástica y, en general, en su concepto de subordinación. Las Constituciones y los Ejercicios, fundamentales en ese sistema, no dejan duda alguna al respecto. No importa qué digan sus discípulos —en especial ahora, cuando las ideas modernas sobre ei tema son totalmente diferentes—, la obediencia ocupa un lugar muy especial, sin duda el primero al resumir las reglas de la Orden. Folliet quizá pretenda ver sólo “obediencia religiosa”, necesaria en toda congregación. El R.P. Rouquette escribe desafiante: “Lejos de constituir una disminución del hombre, esta obediencia inteligente y voluntaria es el pináculo de la libertad… una liberación de la esclavitud a uno mismo”. Sólo hay que leer esos textos para percibir el carácter extremo, si no monstruoso, de la sujeción del alma y del espíritu que se impone a los jesuítas, haciéndolos instrumentos dóciles en las manos de sus superiores; y peor aún, convirtiéndolos desde el principio en enemigos naturales de toda clase de libertad.

Según Folliet, la famosa frase “perinde ac cadáver” (como cadáver en manos del sepulturero) se encuentra en toda la “literatura espiritual”, y en el oriente, en la Constitución de los Haschichins. Los jesuítas deben estar en las manos de sus superiores “como una vara que obedece cada impulso; como una bola de cera que puede ser modelada y estirada en cualquier dirección; como un pequeño crucifijo que uno levanta y mueve como desea”; sin embargo, estas agradables fórmulas son reveladoras. Los comentarios y explicaciones del creador de esta Orden no nos permiten dudar de su verdadero significado. Además, entre los jesuítas no sólo la voluntad, sino también el razonamiento y los escrúpulos morales deben sacrificarse para dar lugar a la virtud primordial de la obediencia, que, según Borgia, es “la muralla más fuerte de la Sociedad”.

Loyola escribió: “Estemos convencidos de que todo es bueno y correcto cuando lo ordena el superior”. También declaró: “Incluso si Dios les diera un animal sin raciocinio como señor, no vacilarán en obedecerle como amo y guía, porque Dios ordenó que asi fuera”.

Hay algo aún mejor: el jesuíta debe ver en su superior, no a un hombre falible, sino a Cristo mismo. J, Huber, profesor de teología católica en Munich y autor de una de las obras mas importantes acerca de los jesuítas, escribió: “He aquí un hecho comprobado: las Constituciones repiten 500 veces que uno debe ver a Cristo en la persona del General” (J. Huber, “Les Jesuites” (París; Sandoz et Fischbacher, 1875), p. 71 e 73).

La disciplina de la Orden, equiparada tan a menudo con la del ejército, es nada entonces cuando se compara con la realidad. “La obediencia militar no es el equivalente de la obediencia jesuíta; ésta es más amplia porque controla al hombre total, y no queda satisfecha, como la otra, con un acto externo, sino que requiere que se sacrifique la voluntad y se deje de lado el criterio propio” (J. Huber, “Les Jesuites” (París; Sandoz et Fischbacher, 1875), p. 71 e 73).

Ignacio mismo, en su carta a los jesuítas portugueses, escribió: “Si la iglesia lo dice, debemos ver lo negro como blanco”.

Tales son el “pináculo de la libertad” y la “liberación de la esclavitud a uno mismo”, alabados antes por el R.P. Rouquette. El jesuíta en verdad se libera de sí mismo al sujetarse totalmente a sus amos; toda duda o escrúpulo le serían imputados como pecado. Boehmer escribe: “En las adiciones a las Constituciones se aconseja a los superiores que, tal como hizo Dios con Abraham, ordenen a los novicios que hagan cosas aparentemente criminales para probarlos. Sin embargo, esas tentaciones deben estar en proporción a la fortaleza de cada uno. No es difícil imaginar cuáles podrían ser los resultados de tal educación” (Gabriel Monod, en Introduction aux “Jesuites”, de H. Roehmer (París: Armarid Colin), p. XVl).

La vida de altibajos de la Orden —no hay un solo país del cual no haya sido expulsada— da testimonio de que todos los gobiernos, aun los más católicos, vieron esos peligros. Al introducir a hombres tan ciegamente devotos a su causa para enseñar entre las clases altas, a la Compañía —defensora del universalismo y, por tanto, del ultramontanismo— se le consideraba inevitablemente como una amenaza para la autoridad civil, ya que la actividad de la Orden, por el simple hecho de su vocación, se volcó cada vez más hacia la política.

En forma paralela, entre sus miembros se estaba formando lo que llamamos el espíritu jesuita. No obstante, el fundador no había descuidado la aptitud, siendo inspirado principalmente por las necesidades de las “misiones”, en el país y fuera de él. En su “Sententiae asceticae” escribió: “Una cautela sagaz junto con una pureza mediocre es mejor que una pureza mayor con una aptitud menos perfecta. Un buen pastor de almas tiene que saber cómo ignorar muchas cosas y pretender que no las entiende. Una vez que sea amo de las voluntades, podrá guiar sabiamente a sus estudiantes a donde él elija. La gente está totalmente absorta por intereses pasajeros, por lo que no debemos hablarles muy directamente acerca de sus almas: seria lanzar el anzuelo sin la carnada”.

Se declaraba enfáticamente aun la expresión que se deseaba en los hijos de Loyola: “Deben mantener la cabeza ligeramente baja, sin girar a la izquierda ni a la derecha; no deben mirar arriba, y cuando le hablen a alguien, no deben mirarlo directo a los ojos sino sólo indirectamente” (Pierre Dominique,“La politique des Jesuites” (París: Grasset, 1995), p. 37).

Los sucesores de Loyola retuvieron muy bien esta lección en su memoria, aplicándola extensamente para lograr sus planes.

OS PRIVILÉGIOS DA COMPANHIA

Después de 1558, Laínez, el ingenioso táctico del Concilio de Trento, fue nombrado general de la congregación con la facultad para organizar la Orden como fuera inspirado. Las Declaraciones que redactó con Salmerón se agregaron a las Constituciones, formando un comentario; ellos acentuaron aún más el despotismo del general electo con carácter vitalicio. Un monitor, un procurador y asistentes, que también residían en Roma, lo ayudaban generalmente a administrar la Orden, dividida entonces en cinco congregaciones: Italia, Alemania, Francia, España, e Inglaterra y Estados Unidos. Estas congregaciones, a su vez, se dividían en provincias que agrupaban las diferentes instituciones de la Orden. Sólo el monitor (o supervisor) y los asistentes eran nominados por la congregación. El general nombraba a los demás oficiales, promulgaba ordenanzas que no debían modificar las Constituciones, administraba las finanzas de la Orden conforme a sus propios deseos, y dirigía las actividades de la misma respondiendo por ello únicamente ante el papa.

A esta milicia —tan firmemente unida en las manos de su líder, y que necesitaba la mayor autonomía para que sus acciones fueran, eficaces—, el papa le concedió privilegios que quizá les parecían exorbitantes a otras órdenes religiosas.

Debido a sus Constituciones, los jesuítas estaban exentos de la regla de aislamiento que se aplicaba a la vida monástica en general. En realidad eran monjes que vivían “en el mundo” y, en lo externo, nada los distinguía de) clero secular. Pero, a diferencia de éste y de otras congregaciones religiosas, no estaban sujetos a la autoridad del obispo. Ya desde 1545, una bula de Pablo III les permitió predicar, escuchar confesiones, dispensar los sacramentos y decir misa; es decir, podían ejercer su ministerio sin tener que referirse al obispo. Lo único que no podían hacer era oficiar matrimonios.

Tenían poder para dar la absolución, para cambiar los votos por otros que se pudieran cumplir más fácilmente, o incluso cancelarlos.

Gastón Bally escribe: “El poder del general respecto a ia absolución y las dispensaciones es aun mayor. Puede anular todo castigo infligido a los miembros de la Sociedad antes o después que entraron en la Orden, absolver todos sus pecados incluyendo el de herejía y cisma, la falsificación de escritos apostólicos, etc.

“El general absuelve, en persona o mediante un delegado, a todos los que están bajo su obediencia, del desdichado estado que resulta de la excomunión, suspensión o interdicto, siempre y cuando estas censuras no hayan sido infligidas por excesos tan enormes que, además del tribunal papal, otros estén enterados de ellos.

“También absuelve de irregularidades que resulten por bigamia, lesiones causadas a otras personas, crimen, asesinato… siempre y cuando estos hechos malvados no se conozcan públicamente y sean causa de escándalo” (Gastón Bally, “Les Jesuites” (Chambery: Imprimerie Nouvelle, 1902), pp. 11-13).

Por último, Gregorio XIII otorgó a la Compañía el derecho de hacer negocios comerciales y bancarios, un derecho que después usó extensamente.

Estas dispensaciones y poderes sin precedente les fueron totalmente garantizados.

“Los papas recurrían aun a príncipes y reyes para defender estos privilegios; amenazaban con aplicar la excomunión automática a todo el que intentara anularlos. En 1574, una bula de Pío V le dio al general el derecho de restaurar estos privilegios a su magnitud original, oponiéndose a todo intento de alterarlos o reducirlos, aunque tales reducciones estuvieran documentadas con la autoridad de una revocación papal […]

“Al otorgar a los jesuítas esos privilegios exorbitantes, contrarios a la anticuada constitución de la iglesia, el papado deseaba, no sólo proveerles armas poderosas para pelear contra los “infieles”, sino, en especial, usarlos como guardaespaldas para que defendieran su propio poder ilimitado en la iglesia y contra la iglesia”. “Para preservar la supremacía espiritual y temporal que usurparon durante la Edad Media, los papas vendieron la iglesia a la Orden de Jesús, y, en consecuencia, se entregaron en sus manos… Si el papado era apoyado por los jesuítas, la existencia total de éstos dependía de la supremacía espiritual y temporal del papado. En esta forma, los intereses de ambos partidos estaban íntimamente unidos” (Gastón Bally, “Les Jesuites” (Chambery: Imprimerie Nouvelle, 1902), pp. 9, 10, 16 e 17).

No obstante, esta unión selecta necesitaba ayudantes secretos para dominar a la sociedad civil: este papel recayó en aquellos que estaban afiliados a la Compañía llamada Jesuítas. “Mucha gente importante estuvo conectada de esta manera con la Sociedad: los emperadores Ferdinando II y Ferdinando IH; Segismundo IIÍ, rey de Polonia que había pertenecido oficialmente a la Compañía; el cardenal Infante, un duque de Savoy. Y éstos no fueron los menos útiles” (Pierre Dominique,“La politique des Jesuites” (París: Grasset, 1995), p. 37).

Lo mismo sucede hoy. Los 33,000 miembros oficiales de la Sociedad trabajan en todo el mundo como su personal; son oficiales de un ejército verdaderamente secreto, que en sus tropas cuenta con líderes de partidos políticos, oficiales de alto rango, generales, magistrados, médicos, catedráticos, etc.. Todos ellos se esfuerzan por llevar a cabo, en su propia esfera, el “Opus Dei”, la obra de Dios, que en realidad son los planes del papado.

 

Fonte: Edmond Paris, A História Secreta dos Jesuítas. Chick Publications, 1975, p. 22-32.


As demais partes deste material valioso, encontram-se abaixo:

Introdução – Bibliografia extensa sobre relatos envolvendo jesuítas e fanatismo sistemático oculto

Pio XII, Hitler e jesuitismo

Inácio de Loyola – A Fundação da Ordem dos Jesuítas

Os Exercícios Espirituais, A Fundação da Companhia de Jesus, O Espírito da Ordem e Os privilégios da Companhia

Os jesuítas na Europa dos séculos 16 e 17 – Itália, Portugal, Espanha, Alemanha e Suíça

Polônia, Rússia, Suécia, Inglaterra e França – Os jesuítas na Europa dos séculos 16 e 17

Missões jesuítas na Índia, no Japão e na China (séculos 16 e 17)

O continente americano e o Estado jesuíta paraguaio

A base dos ensinamentos jesuítas na Europa (sécs. 17 e 18): superstições idolátricas

As Leis (i)morais dos jesuítas

Os Jesuítas sofrem um Merecido Golpe

O Renascimento dos Jesuítas no século 19

Jesuítas no Segundo Império Francês, a Lei de Falloux e a Guerra de 1870

Los Jesuitas en Roma — El Syllabus

Los Jesuítas en Francia Desde 1870 Hasta 1885

Los Jesuítas, el General Boulanger y el Caso Dreyfus

Los Años Previos a la Guerra: 1900-1914

La Primera Guerra Mundial – El Ciclo Infernal

Preparativos Para la Segunda Guerra Mundial

La Agresión Alemana y los Jesuitas: Austria, Polonia, Checoslovaquia y Yugoslavia

El Movimiento Jesuíta en Francia Antes de la Guerra de 1939-1945 y Durante Ella

La Gestapo v la Compañía de Jesús

Los Campos de la Muerte y la Cruzada Antisemita

Los Jesuítas y el Collegium Russicum

El Papa Juan XXIII se Quita la Máscara

Conclusión


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(Hendrickson Rogers)

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